lunes, noviembre 03, 2008

Recordando a los Apaches _ Escribe: Víctor Orozco(*) / Revista SIN PERMISO

Gerònimo

En el día de las elecciones en USA, cabe recordar el verdadero sentido de la libertad, selectiva y discriminatoria, que ha estado siempre detrás de los mitos oficiales de la institucionalidad norteamericana.

El principio, no escrito, de que quien no se adapta al “american way of life” debe desaparecer.


Nos lo recuerdan, los Apaches y tantos pueblos del mundo que sufrieron lo embates no solo de la voluntad imperial, sino del llamado mundo "occidental y cristiano".

Y esta historia no es vieja, recordemos nomas a los indigenas llamados "no contactados" en la amazonia, que van siendo arrimados o exterminados por los consorcios petroleros o madereros...¿a esto llamamos "civilizaciòn"? (Jesús Hubert)

En el centro de una vorágine de noticias sobre temas actuales -como son ahora la violencia, las protestas sociales, la crisis económica, las elecciones norteamericanas-, me place a veces traer a la memoria en esta columna acontecimientos de la macro o la microhistoria, tomando como pretexto sus aniversarios. No es un ejercicio inútil, porque contribuye a combatir el estéril olvido y ayuda también a recordarnos que sólo podemos entender el presente y columbrar algo del futuro mirándonos en el espejo del pasado, como reza un antiguo adagio oriental. A continuación, una de estas remembranzas.

Entre el 14 y el 15 de octubre de 1880 tuvo lugar en Tres Castillos, un lugar del desértico municipio de Coyame, Chihuahua, la batalla en la que una tropa de rifleros o campañadores como se conocía a los campesinos que combatían a los apaches, derrotó a una de las últimas partidas de estos guerreros irredentos que habían luchado contra españoles y mexicanos durante casi dos centurias. Fue muerto allí Victorio –uno de los grandes generales de los apaches- por Mauricio Corredor, jefe rarámuri que comandaba a los campañadores de Arisiachi, en un legendario duelo previo a la batalla. No terminó aún la guerra larga que sostuvo la nación apache desde los inicios del siglo XVIII para defender su hábitat y sus modos de vida, pero sí representa este combate el principio del fin de los apaches en México. Gerónimo, el último de sus caudillos, murió prisionero del ejército norteamericano en una reservación de Oklahoma en 1909, después de haberse rendido en 1886. Sobrevivió para conocer una sociedad industrial que lo convirtió en un objeto de folklor, exhibiéndolo y anunciando los nuevos automóviles. Ni siquiera se le permitió morir con dignidad. Su antecesor, Mangas Coloradas, igual fue capturado después de que aceptó el ofrecimiento de paz, luego se le torturó y se le asesinó junto con su gente.

Durante el siglo XIX, la fama de los apaches como sinónimos de barbarie y salvajismo se extendió por todo el mundo. La dilatada guerra que protagonizaron está llena de actos de barbarie sin duda, si por tal entendemos la crueldad y la falta absoluta de sentimientos de piedad por el enemigo, pero tales distintivos están bastante más cargados en el lado de los civilizados españoles, mexicanos y norteamericanos. Me atraen en cambio algunos rasgos de su carácter colectivo que bien pueden traerse hasta nuestros días como signos de la fortaleza humana y del amor por la libertad.

Uno de ellos es su idea de la divinidad. A diferencia de las naciones sedentarias y urbanas de Mesoamérica, nunca admitieron que sus dioses hubiesen sido derrotados. Su “Gran Capitán del Cielo” como tradujeron los españoles a Yastasitasitan-né, deidad inasequible, sin fábricas humanas, nunca pudo ser postrado, ni sujeto a la barra o a la picota demoledora de los europeos. Por ello, los misioneros quedaban azorados e indignados cuando algún apache al que trataban de evangelizar les decía que no podía ser dios quien se encontraba vencido y clavado en una cruz. También los asombraba la naturalidad con la cual aceptaban la muerte, como cuando –durante las breves treguas- se acercaban al cura en algún pueblo para llevarle a un niño en agonía: “Éste ya se quiere morir, échale agua santa y despáchalo para el cielo”.

Sobresale de igual forma su indeclinable defensa de la libertad para moverse y para preservar sus patrias –los lugares de sus padres-. Con seguridad en ello influyó la suerte que corrieron cuando eran tomados prisioneros y enviados como esclavos a Cuba por los españoles o a las haciendas y obrajes por los mexicanos. Y más aún, la de sus vecinos, los rarámuris, ópatas, pimas, tiguas, entre las decenas de otras naciones norteñas que desaparecieron junto con su lengua o fueron sometidas a la servidumbre. En este sentido, los apaches encarnan muy bien el espíritu de resistencia que bien comprendido, quizá hubiera podido asimilarse en el nuevo México mestizo, para enriquecerlo. Así lo pensaban algunos esperanzados gobernantes durante los inicios de la República y también uno de los jefes guerreros, que por esos tiempos entendía muy bien que a la larga su causa estaba perdida y trataba de convencer a los suyos de que aceptaran un tratado de paz, con un espléndido discurso: “Matarán ustedes mil, vienen dos mil mas: si matan esos dos mil, vienen tres mil mas y nunca se acaban y ustedes sí se acaban orita, sin quedar uno solo…”.

En la historia universal se ha exaltado siempre el afán de permanecer libres que innumerables pueblos han enseñado a través de gestas y sacrificios memorables. Un destacamento de celtíberos fue inmortalizado porque cada uno de sus integrantes prefirió infligirse la muerte en Numancia antes que consentir la rendición ante las legiones romanas, igual sucedió con otros judíos que también acabaron con sus vidas en Masada, colocados ante el mismo dilema. La historia universal debería también recoger la epopeya de un grupo de apaches que sitiados en la cárcel de la Villa de El Paso, en 1839, dieron muerte a sus mujeres y a sus hijos para luego pasarse a cuchillo entre ellos, con el propósito de evitar a todos la prisión y la servidumbre.

En Estados Unidos, los más feroces representantes de la civilización occidental proclamaron cínicamente que “el mejor indio es el indio muerto”. Otros, espantados ante el genocidio que se cometía cotidianamente, acuñaron otro lema: “Hay que matar al indio para salvar al hombre”, leyenda piadosa que colocaron en uno de los muros del antiguo edificio de los archivos nacionales de Washington. La propuesta era “civilizar” a los indígenas para rescatarlos de sus verdugos. Adelantados en casi todas las experiencias a los norteamericanos, los conquistadores españoles procedieron mucho antes bajo divisas similares. Los apaches por su parte, pronto se dieron cuenta que la “civilización”, en la forma de cristianización, les significaba una vida de esclavitud y sometimiento. Quizá por ello ante “...sus hábitos, modales y feroz carácter se estrellaron todos los esfuerzos y mágico ascendiente que tiene la religión para hacerse lugar en el más empedernido pecho…” como escribía el historiador chihuahuense José Agustín de Escudero, angustiado por el terrible derramamiento de sangre en las aciagas horas de las guerras indias.

(*) Víctor Orozco, profesor de historia en la Universidad de Chihahua, es un analista político mexicano.

Tomado de la ediciòn internet de la Revista SIN PERMISO del 03/11/2008


The Apache Nation

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